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Libertad, libertad, libertad!


Libertad, libertad, libertad!

Tengo 46 años.  Más de 22 de experiencia laboral en el sector privado.  No terminé ninguna de las dos carreras universitarias que empecé, más por vagancia que por falta de capacidad. 

Crecí en una familia donde los domingos se compraban cuatro diarios, mi abuelo Luis era de decir que había que leer todo lo posible antes de opinar sobre algo y él en eso era experto lector y más cuando se trataba de entrelíneas.   Con esto quiero decir que me formé en un ambiente donde el contrastar una noticia con otra, un medio con otro era habitual, lo mismo que el ejercicio sano del pensamiento crítico y del librepensamiento.   No me inculcaron ideas políticas extremas pero si una férrea convicción de que la cultura del trabajo es lo que nos saca adelante.

Hace muchos años ya, cuando cursaba el Ciclo Básico Común para ingresar a Sociología en la Universidad de Buenos Aires (CBC que concluí en un año y medio asistiendo de noche después del trabajo), me vi enfrentada al fantasma de la desinformación cuando en una clase de Sociedad y Estado se nos dio para estudiar los procesos históricos argentinos del siglo XX.  Básicamente era un recorrido desde el modelo agro exportador de principios de siglo a los intentos de industrialización y sustitución de importaciones que alternativamente se han disputado distintas facciones políticas y militares que gobernaron el país en los últimos años.  Muy grande fue mi decepción cuando, al leer sobre la década del 30, la conocida Década Infame, no se nombraba en los apuntes de la cátedra a un personaje clave de ese proceso como fue Lisandro de la Torre.  

Fue esa tarde, después de no encontrar su nombre en esas páginas que decidí reemplazar mi trabajo práctico por una especie de carta a los jefes de cátedra, algo que se llamó "Las penas y las vaquitas" y que me valió la invitación a tomar un café por parte de la jefa de cátedra de entonces y una mención de parte de ella misma en una reunión de profesores donde dijo, me contaron, “esto es lo que tenemos que fomentar, el pensamiento crítico entre los alumnos”.  Claro está que yo en ese entonces tenía 30 años, que les llevaba mucha ventaja a los tiernos alumnos recién llegados de los secundarios cada vez más precarios y con poca o nula formación en historia argentina, así que lo mio en ese momento fue más mérito de la experiencia y el estar “más allá del bien y del mal” que de alguna superioridad de cualquier tipo con respecto a otros alumnos.

Esa mañana que compartí un café en el bar de la esquina de Montes de Oca y Magallanes con la jefa de cátedra, le dejé claro mi punto de vista, que a mi entender el apunte de la cátedra no era más que el reflejo de una bajada de línea de altas esferas del ministerio de educación que solamente buscaba invisibilizar a un personaje tan importante como De  La Torre en nuestra historia, que solo retirándolo del apunte lograrían que las generaciones de jóvenes que nunca oyeron hablar de él ya ni siquiera lo lean y no se enteren nunca de su existencia, más si, claramente, el nombre de Eva Perón aparecía infinidad de veces en el mismo apunte.
Aquella vez comprendí que mis temores por expresar lo que siento o pienso sobre determinados temas eran injustificados, que nadie me colgó en medio de Av. Montes de Oca como pensaba mientras escribía esa carta y que pude hablar, aunque no llegar a un acuerdo, con la jefa de cátedra quien además de escucharme, me dio por aprobado el examen automáticamente.

Por eso es que desde entonces no temo a dejar constancia de mis pensamientos, mucho menos ahora, casi veinte años después del incidente “Lisandro de la Torre”.

Lo que vi anoche cuando me enteré del informe del Ministerio de Salud dado junto a una integrante de un grupo de payasos y luego al finalizar que los tres, los dos profesionales que daban el informe y la payasa se pusieran a bailar me pareció no solo grotesco sino un acto de crueldad indefendible para con las familias de las víctimas.  

Está claro que puedo dudar de muchas cosas, de los informes, de la cantidad de muertos, de la veracidad sobre la letalidad del virus y hasta de su misma existencia porque estoy en todo mi derecho, pero del mismo modo que me permito dudar (porque soy un ser pensante y no creo en todo lo que me dicen) considero que las familias que han perdido seres queridos o tienen personas internadas con un pronóstico incierto merecen al menos el respeto de los organismos estatales, sin eso, sin respeto, estamos muertos de antemano.

Respeto por el Hombre, respeto por el Hombre, respeto por el Hombre (genéricamente hablando, aclaro para que ningún pro lenguaje inclusivo se alarme) es lo que nos está faltando.  Saint-Exupéry lo expresó claramente en su bello y breve libro Carta a un Rehen:

(...) Nadie de entre nosotros tiene el monopolio de la pureza de intenciones. Puedo combatir, en nombre de mi camino, el camino que otro ha elegido; puedo criticar los pasos de su razón- los pasos de la razón son inciertos-. Pero debo respetar a ese hombre, en el plano del Espíritu, si pena hacia la misma estrella.

Como no tengo el monopolio de la pureza de intenciones, decido respetar y exigir que se respete mi posición frente a tal o cual situación.  Frente a esta situación de pandemia, yo me permito dudar de todo pero no por eso dejo de respetar las normas impuestas ya que sin eso nos desintegraríamos como sociedad.  

Por eso, hago uso hoy de mi derecho a expresarme pero con todos los cuidados del caso, dentro de mi vehículo y sin bajar a la plaza aunque muera de ganas de agitar la bandera argentina mientras entono sin barbijo las estrofas de nuestro Himno Nacional.

Libertad, libertad, libertad!
Al Gran Pueblo argentino, Salud!

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