Ella es, por mucho, el
electrodoméstico menos glamoroso de esta cocina.Sin embargo, todo lo que perdió de esplendor
lo tiene en espíritu.Mi licuadora,
extraño híbrido entre la jarra de vidrio grueso de la que fuera del casamiento
de mi madre, con un motor de aluminio sexagenario rescatado de una venta de
garaje, cuya melodía recuerda más al taladro neumático de los obreros viales
que a las silenciosas máquinas modernas.
Por ella aún conservamos
enchufes de pata redonda y resignamos minutos de nuestro tiempo para sostener
el vaso mientras trabaja, porque de tanto y tanto funcionar ha perdido un
soporte. Es ella quién hoy tiene toda la
responsabilidad sobre sus siempre afiladas cuchillas.
Elijo unas brillantes y
vigorosas hojas de la planta de albahaca, quienes después de un breve paso por
la ducha se disponen en la jarra a modo de colchón para recibir las zambullidas
de unos sanos y grandes dientes de ajo, una llovizna de sal y un poco de tomate
fresco triturado.Es el aceite de oliva
quien completa este cuadro impresionista en que se ha transformado el recipiente.Protegidos por la tapa, da comienzo la danza
centrífuga que les quita toda individualidad a las partes, pero los transforma
en un todo más complejo, un nuevo ser repleto de vigor se gesta en cada giro y
presenta sus credenciales cuando los aromas se escapan y me envuelven.
Un frasco impecable de
vidrio traslúcido recoge la mixtura recién parida y la acuna entre sus diáfanos
límites.Un ardor de queso rallado lo
embellece para completar la faena.Así,
al cuidado del fresco y siempre atento a nuestros antojos, esperará paciente
que un día cualquiera lo convoquemos a la mesa.
Con él, cualquier pasta se
viste con sus mejores galas, cualquier tostada deja de ser un simple trozo de
pan y cualquier sándwich adquiere una
personalidad imponente, robusta y avasallante.
Ahora abro la heladera, lo
ves y me preguntas:
- ¿Qué es eso?
Con mi mejor sonrisa esperanzada,
soñando que tal vez vos también te tientes, lo tomo entre mis manos y te respondo: