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LA ULTIMA MUERTE DE UN PADRE AUSENTE

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LA ULTIMA MUERTE DE UN PADRE AUSENTE


La noticia me tomó por sorpresa. La voz de mi hermana en el teléfono diciendo “¿estás sentada?, me avisaron que se descompuso, fue un infarto, se murió Quique” me dejó conmovida. Si, la palabra es esa. Fueron muchas las veces en estos años en que medité sobre cuál sería mi reacción ante esa noticia. A la conmoción inicial por lo inesperado del suceso, le siguió un instante de profunda pena. Pena por mi, pena por él, por lo que nunca pudimos tener. 


La muerte de un padre ausente tal vez sea la última de sus muchas muertes. Un padre ausente muere incontable cantidad veces a lo largo de la vida de su hijo. Muere el primer día de colegio, muere el último día del secundario, muere cuando no estuvo ahí para despedir el micro que salía para Bariloche, muere cuando no estuvo ahí cada vez que se enfermó o cada vez que aprendió algo nuevo como a andar en bicicleta. 


La muerte de un padre ausente no lo exime de culpas ni lo transforma en un buen tipo de un momento a otro, infarto mediante. No, definitivamente no. No me han quedado temas pendientes ni reproches por hacerle, eso me reconforta y al final de sus días hay una familia numerosa que llora su pérdida, una esposa, hijos adoptivos, biológicos y muchos nietos. 


No estará solo. Esta fue, si, la última de sus muchas muertes como padre ausente. La muerte de quien fue mi padre presente ocurrió hace muchos años, un 12 de Octubre de 1990 cuando falleció mi abuelo Luis. A Francisco alias Quique, debo agradecerle únicamente el haberme engendrado. 


Compartí con él mis primeros cuatro años y algunos momentos de mis últimos trece (gracias a que yo decidí el reencuentro y fui lo necesariamente indulgente con él). Diecisiete de cuarenta y dos es menos de la mitad. Intentaré recordar algunos momentos buenos, los partidos de ping pong, las charlas sobre historia, su admiración por Juan Manuel de Rosas. Como recuerdo material me queda su clarinete, que ha tocado como mucho cuatro veces en su vida. 


Frente a lo inevitable de la muerte solo nos quedan los pensamientos, pese a todas sus ausencias le envié, el día de su muerte, mejores pensamientos para que su paso al otro mundo fuera lo mejor posible. 


No me correspondía a mi, en esa hora, juzgarlo. La segunda persona a la que le conté que había fallecido mi padre fue a Julián. Le dejé un correo electrónico que respondió tan pronto como nunca antes me había respondido. Sus palabras, a la distancia su abrazo y su consuelo me pusieron nuevamente de frente a una realidad, ya no estaba mi padre para reprocharle nada, aunque nunca lo hice, ese era el momento de dedicarle lo mejor de mis sentimientos, aceptarlo cuando apareciera en mis recuerdos y cada tanto llevarle una flor sabiendo que hicimos lo que pudimos.


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